Por Rafael Vega Curry / rvega@elnuevodia.com
El 29 de junio de 1993, ya casi llegando a mi casa, encendí la radio del viejo Jetta. Lo que escuché me dio mala espina. Mi emisora favorita de aquel entonces no paraba de tocar las canciones de Héctor Lavoe, una tras otra. Sin interrupciones, sin anuncios.
Sentí que el pecho se me apretaba.
Al cabo de un rato, el locutor confirmó con voz inusualmente pausada lo que ya yo presentía: el que llegaría a ser conocido como el Cantante de los Cantantes, el hombre que una vez alegó que respiraba debajo del agua, había muerto a los 46 años, víctima de un ataque cardiaco. La radio simplemente estaba rindiéndole homenaje.
Era el desenlace inevitable de una vida dedicada a dar alegría, pero a la vez increíblemente marcada por la tragedia.
Héctor Juan Pérez Martínez nació el 30 de septiembre de 1946 en el barrio Machuelo de Ponce. A los 17 años, en contra de los deseos de su padre, se marchó a Nueva York. Fue la personificación del jibarito que se va a la gran ciudad buscando ser alguien.
No tenía manera de saber que terminaría siendo uno de los principales iconos de la salsa -ese fenómeno cultural que se forjó en Nueva York a fines de los años 60 con las aportaciones de puertorriqueños, cubanos, dominicanos y norteamericanos-, el cantante más admirado después de Ismael Rivera, el Sonero Mayor. Muchos de mi generación, de hecho, nos identificamos más con él que con Maelo. Crecimos juntos, por así decirlo.
Crecimos disfrutando el júbilo que transmitía su voz cremosa en canciones que grabó junto a Willie Colón como “Ah-ah, oh no” (“Si yo te pido un besito / y te toco la manito”...), su sagacidad callejera en “Te conozco (bacalao)” o “Barrunto”, su agudeza soneril en “La banda”, su despliegue de humor en “Qué bien te ves”, un tributo a su ídolo de juventud, Chuito el de Bayamón. “Mi gente” siempre ha sido un homenaje a la alegría, una canción para subirle el ánimo a cualquiera. Y la Navidad no merece su nombre sin escuchar “Canto a Borinquen”, o mejor, los dos volúmenes completos de “Asalto Navideño”, los discos más vendidos de la Fania.
Héctor Lavoe, quien hubiera cumplido 64 años el próximo jueves 30, personificó una mezcla de sandunga y despreocupación que probó ser irresistible para generaciones de melómanos.
Pero había una sorpresa que el cantante y Willie Colón -quien siguió siendo el productor de sus discos a pesar de que Lavoe ya tenía su propia banda- le tenían guardada a su público. Esa sorpresa llegó en 1976.
Para ese tiempo yo vivía con mis padres y solía escuchar música por las noches en un medio bastante modesto. Era un radio pequeño, un humilde artefacto que no tenía muy buena recepción que digamos. Una noche, mientras le daba vueltas al dial de aquel radio para ver qué estación se escuchaba mejor, sonó una canción nueva de Lavoe. Decía algo sobre un periódico de ayer. Jum, está chévere ese coro, pensé.
Luego llegó lo que en el argot musical se conoce como el mambo, o la moña, esa parte instrumental en la que cantante y coro callan y la sección de vientos hace su parte. En este caso, arrancaron primero los dos trombones y la trompeta que Lavoe solía emplear en aquel tiempo.
Y de momento, sin que nada lo hubiese anunciado, surgen esos violines, arremolinándose primero debajo de los trombones y la trompeta, elevándose después sobre ellos, entrelazándose, volviendo a subir hacia las alturas y sosteniéndose allí, coloreando la melodía como nunca antes había ocurrido en la salsa, imprimiéndole a aquel mambo una melancolía inaudita que sin embargo es poderosamente seductora, de esas que se quedan en la memoria.
Era como si un milagrito hubiese ocurrido en mi pequeño radio.
En estos tiempos globalizados que vivimos, en los que cualquier combinación de sonidos es posible, puede parecer pueril la fascinación de un muchacho de catorce años con el uso de cuerdas en un tema salsero. Pero lo cierto es que fue una innovación que estableció tonalidades nuevas en la música, y a la que Lavoe quedó asociado para siempre. “Periódico de ayer”, compuesta por Catalino Curet Alonso, se convertiría en el sencillo más vendido de la salsa.
Sin embargo, las sombras que acabarían con él ya estaban ahí. Justamente antes de grabar “De ti depende”, su segundo álbum como solista, que incluye “Periódico de ayer”, el cantante desapareció durante un tiempo durante el cual abundaron los rumores. Se decía que había perdido la voz, que había muerto. Su maltrecha voz en “Periódico” evidenciaba que su vida de excesos -marcada por el uso de drogas- había empezado a pasarle la cuenta.
Él se recuperó, al menos durante un tiempo, y en grabaciones posteriores como “El sabio” hace gala de una voz que suena hasta más juvenil que antes.
Pero su suerte ya estaba echada.
La cadena de desgracias que se sucedieron rápidamente a partir de 1987 desafía la credibilidad: el incendio de su apartamento en Queens, del que escapó saltando al vacío; el asesinato de su suegra; la muerte de su hijo mayor a causa de un disparo accidental. Deprimido, Lavoe acentuó su uso de drogas.
En junio de 1988, luego de la cancelación de un concierto en Bayamón, el cantante intentó suicidarse, lanzándose desde el noveno piso del Hotel Regency, en el Condado. El caer sobre una lona evitó su muerte. Poco después vendría el diagnóstico de VIH positivo, que no fue divulgado en el momento.
La soledad, la estrechez económica y el avance inexorable del sida marcaron los cinco años que le restaban de vida.
¿Qué cosas estaría haciendo Héctor Lavoe si viviera? ¿Grabaciones a dúo con Calle 13, con Juan Luis Guerra? ¿Un álbum de interpretaciones de algún autor, digamos Serrat? Imposible saberlo.
Yo prefiero recordar al cantante vivaracho y feliz que tuve la oportunidad de conocer una vez, en el Coliseo Roberto Clemente, hacia 1976.
Inmediatamente después del final de un concierto de las Estrellas de Fania, me acerqué a la tarima -en aquel entonces las tarimas no estaban protegidas por vallas de seguridad y ver a la Fania, en primera fila, costaba $10- para retratar a los músicos con una camarita que mi madre me había prestado.
Y ahí estaba Lavoe, a punto de irse. Le pedí que se detuviera un momento para sacarle una foto. Él puso cara de burla.
“Mira, Cheo”, dijo virándose hacia Cheo Feliciano, quien se aproximaba, “este me quiere retratar con ese camarín”. Y entonces, dirigiéndose a mí, “mira, ¿y tú estás seguro que ese camarín funciona? ¿No es de juguete?”.
No, no era de juguete. Las fotos que le hice aparecen en estas páginas.
El 29 de junio de 1993, ya casi llegando a mi casa, encendí la radio del viejo Jetta. Lo que escuché me dio mala espina. Mi emisora favorita de aquel entonces no paraba de tocar las canciones de Héctor Lavoe, una tras otra. Sin interrupciones, sin anuncios.
Sentí que el pecho se me apretaba.
Al cabo de un rato, el locutor confirmó con voz inusualmente pausada lo que ya yo presentía: el que llegaría a ser conocido como el Cantante de los Cantantes, el hombre que una vez alegó que respiraba debajo del agua, había muerto a los 46 años, víctima de un ataque cardiaco. La radio simplemente estaba rindiéndole homenaje.
Era el desenlace inevitable de una vida dedicada a dar alegría, pero a la vez increíblemente marcada por la tragedia.
Héctor Juan Pérez Martínez nació el 30 de septiembre de 1946 en el barrio Machuelo de Ponce. A los 17 años, en contra de los deseos de su padre, se marchó a Nueva York. Fue la personificación del jibarito que se va a la gran ciudad buscando ser alguien.
No tenía manera de saber que terminaría siendo uno de los principales iconos de la salsa -ese fenómeno cultural que se forjó en Nueva York a fines de los años 60 con las aportaciones de puertorriqueños, cubanos, dominicanos y norteamericanos-, el cantante más admirado después de Ismael Rivera, el Sonero Mayor. Muchos de mi generación, de hecho, nos identificamos más con él que con Maelo. Crecimos juntos, por así decirlo.
Crecimos disfrutando el júbilo que transmitía su voz cremosa en canciones que grabó junto a Willie Colón como “Ah-ah, oh no” (“Si yo te pido un besito / y te toco la manito”...), su sagacidad callejera en “Te conozco (bacalao)” o “Barrunto”, su agudeza soneril en “La banda”, su despliegue de humor en “Qué bien te ves”, un tributo a su ídolo de juventud, Chuito el de Bayamón. “Mi gente” siempre ha sido un homenaje a la alegría, una canción para subirle el ánimo a cualquiera. Y la Navidad no merece su nombre sin escuchar “Canto a Borinquen”, o mejor, los dos volúmenes completos de “Asalto Navideño”, los discos más vendidos de la Fania.
Héctor Lavoe, quien hubiera cumplido 64 años el próximo jueves 30, personificó una mezcla de sandunga y despreocupación que probó ser irresistible para generaciones de melómanos.
Pero había una sorpresa que el cantante y Willie Colón -quien siguió siendo el productor de sus discos a pesar de que Lavoe ya tenía su propia banda- le tenían guardada a su público. Esa sorpresa llegó en 1976.
Para ese tiempo yo vivía con mis padres y solía escuchar música por las noches en un medio bastante modesto. Era un radio pequeño, un humilde artefacto que no tenía muy buena recepción que digamos. Una noche, mientras le daba vueltas al dial de aquel radio para ver qué estación se escuchaba mejor, sonó una canción nueva de Lavoe. Decía algo sobre un periódico de ayer. Jum, está chévere ese coro, pensé.
Luego llegó lo que en el argot musical se conoce como el mambo, o la moña, esa parte instrumental en la que cantante y coro callan y la sección de vientos hace su parte. En este caso, arrancaron primero los dos trombones y la trompeta que Lavoe solía emplear en aquel tiempo.
Y de momento, sin que nada lo hubiese anunciado, surgen esos violines, arremolinándose primero debajo de los trombones y la trompeta, elevándose después sobre ellos, entrelazándose, volviendo a subir hacia las alturas y sosteniéndose allí, coloreando la melodía como nunca antes había ocurrido en la salsa, imprimiéndole a aquel mambo una melancolía inaudita que sin embargo es poderosamente seductora, de esas que se quedan en la memoria.
Era como si un milagrito hubiese ocurrido en mi pequeño radio.
En estos tiempos globalizados que vivimos, en los que cualquier combinación de sonidos es posible, puede parecer pueril la fascinación de un muchacho de catorce años con el uso de cuerdas en un tema salsero. Pero lo cierto es que fue una innovación que estableció tonalidades nuevas en la música, y a la que Lavoe quedó asociado para siempre. “Periódico de ayer”, compuesta por Catalino Curet Alonso, se convertiría en el sencillo más vendido de la salsa.
Sin embargo, las sombras que acabarían con él ya estaban ahí. Justamente antes de grabar “De ti depende”, su segundo álbum como solista, que incluye “Periódico de ayer”, el cantante desapareció durante un tiempo durante el cual abundaron los rumores. Se decía que había perdido la voz, que había muerto. Su maltrecha voz en “Periódico” evidenciaba que su vida de excesos -marcada por el uso de drogas- había empezado a pasarle la cuenta.
Él se recuperó, al menos durante un tiempo, y en grabaciones posteriores como “El sabio” hace gala de una voz que suena hasta más juvenil que antes.
Pero su suerte ya estaba echada.
La cadena de desgracias que se sucedieron rápidamente a partir de 1987 desafía la credibilidad: el incendio de su apartamento en Queens, del que escapó saltando al vacío; el asesinato de su suegra; la muerte de su hijo mayor a causa de un disparo accidental. Deprimido, Lavoe acentuó su uso de drogas.
En junio de 1988, luego de la cancelación de un concierto en Bayamón, el cantante intentó suicidarse, lanzándose desde el noveno piso del Hotel Regency, en el Condado. El caer sobre una lona evitó su muerte. Poco después vendría el diagnóstico de VIH positivo, que no fue divulgado en el momento.
La soledad, la estrechez económica y el avance inexorable del sida marcaron los cinco años que le restaban de vida.
¿Qué cosas estaría haciendo Héctor Lavoe si viviera? ¿Grabaciones a dúo con Calle 13, con Juan Luis Guerra? ¿Un álbum de interpretaciones de algún autor, digamos Serrat? Imposible saberlo.
Yo prefiero recordar al cantante vivaracho y feliz que tuve la oportunidad de conocer una vez, en el Coliseo Roberto Clemente, hacia 1976.
Inmediatamente después del final de un concierto de las Estrellas de Fania, me acerqué a la tarima -en aquel entonces las tarimas no estaban protegidas por vallas de seguridad y ver a la Fania, en primera fila, costaba $10- para retratar a los músicos con una camarita que mi madre me había prestado.
Y ahí estaba Lavoe, a punto de irse. Le pedí que se detuviera un momento para sacarle una foto. Él puso cara de burla.
“Mira, Cheo”, dijo virándose hacia Cheo Feliciano, quien se aproximaba, “este me quiere retratar con ese camarín”. Y entonces, dirigiéndose a mí, “mira, ¿y tú estás seguro que ese camarín funciona? ¿No es de juguete?”.
No, no era de juguete. Las fotos que le hice aparecen en estas páginas.